25 ene 2012

Silencio (Fábula)


Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos 
y las grutas están en silencio.
(Alcmán)


Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.

Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.

Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.

Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.

Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.

Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.

Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.

Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado.

Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.

Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.

Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.

Edgar Alla Poe

La Mariposa y El Niño




Mariposa,
Vagarosa
Rica en tinte y en donaire
¿qué haces tú de rosa en rosa? 
¿de qué vives en el aire?

Yo, de flores
Y de olores,
Y de espumas de la fuente,
Y del sol resplandeciente
Que me viste de colores

¿Me regalas
tus dos alas?
¡son tan lindas! ¡te las pido!
deja que orne mi vestido
con la pompa de tus galas

Tú, niñito
tan bonito,
tú que tienes tanto traje,
¿Por qué quieres un ropaje
que me ha dado Dios bendito?

¿De qué alitas
necesitas
si no vuelas cual yo vuelo?
¿qué me resta bajo el cielo
si mi todo me lo quitas?

Días sin cuento
De contento
El Señor a ti me envía;
Mas mi vida es un solo día,
No me lo hagas de tormento

¿te divierte
dar la muerte
a una pobre mariposa?
¡ay¡ quizás sobre una rosa
Me hallarás muy pronto inerte.

Oyó el niño
Con cariño
Esta queja de amargura,
Y una gota de miel pura
Le ofreció con dulce guiño

Ella, ansiosa,
Vuela y posa
En su palma sonrosada,
Y allí mismo, ya saciada,
Y de gozo temblorosa,
Expiró la mariposa

 Rafael Pombo
Colombia

La Gran Estrella




Hace mucho tiempo nacieron muchos puntitos con luces llamados estrellas. La más pequeña llamada Sol estaba muy triste porque todas se metían con ella por ser la más pequeña.

Pero la Luna, la más sabia, le dijo:

- Aunque seas la más pequeña tu luz es la más grande, y si consigues ser más madura brillaras aún más.

Y la estrella le hizo caso y desde aquel momento se fue haciendo más grande e iluminando más.


Desde aquello todas se dieron cuenta que lo más pequeño puede ser lo más grande.

24 ene 2012

La Leyenda del Sol


Mucho antes de la reunión de todos los dioses en la meseta tibetana, los días eran fríos con largas horas cubiertas de noches estrelladas. Los árboles carecían de color y las flores se veían deslucidas y tan pálidas como la fría luna. La vida transcurría en un universo oscuro y triste.

La melancolía se expresaba en el canto de todas las aves. Los bosques estaban tristes. Los habitantes de todos los lugares , sólo conocían la luz intensa que explotaba a veces en la boca de los volcanes.

Cuentan las tradiciones orales que todo quedó así, después de una lucha feroz entre tres pequeños soles que habían nacido del diosa Mehjunida . Al morir ésta, sus hijos se enfrentaron por gobernar el cielo, pero un cataclismo los separó sepultándolos en el interior de la cordillera del Himalaya. 

Ocurrió que uno de ellos, de nombre Matahari sobrevivió y logró refugiarse en una gruta cerca de la ladera montañosa más abrupta .Pasó mucho tiempo antes que el sobreviviente se restablezca. Las lluvias torrenciales le impedían salir , para intentar gobernar los aires. Además temía encontrarse con otros competidores. Guardaba intensamente, sus ansias por llenar de luces a la tierra , entibiarla y pintar con su calor a los flores , los árboles, y las praderas.

Pero los días seguían sin luz e inundados de tristeza, por eso los dioses se reunieron en la alta meseta a deliberar.

En la quinta reunión que mantuvieron ,fueron quedando casi sin palabras. Los dioses abandonaron sus tronos y fueron a observar un espectáculo maravilloso: cientos de flechas rojas asomaban en el horizonte , mientras se elevaba un disco rojo como fuego. El aire se llenaba de tibieza y una voz retumbó en la cordillera,oyéndose:

Soy MATAHARI , el rey sol, vengo a gobernar los días,dispuesto a luchar con las nubes que aunque me quieran tapar, no impedirán que llene de luces los días , para después descansar unas breves horas cuando llegue la noche...

Desde entonces, el universo se llenó de colores .


Stella Maris Taboro

El Vuelo del Ángel





Desde el día que el padre Juan quita el candado y la cadena de la puerta del campanario para que yo suba y me arroje, he estado tratando con un ángel, a escondidas de todos y sin que a nadie le cuente.

Un día lo descubrí en la torre. Él, a gatas, lloroso y humano, juntaba plumas, de las más largas, las más resistentes, para recomponer las propias. Era un muchacho medio de estatura, casi de mi edad; de barba incipiente, huellas de acné, huaraches de hippie y pelo desordenado; vestía pantalón mezclilla, viejo y lleno de hoyos, que lo hacían aparecer como alguien como yo, pero ángel, por las alas. 

Pensé decírselo al padre Juan o a mi madre, coludidos ambos en mi regeneración, pero desistí, pues seguro pensarían que había yo vuelto a lo que ellos llaman el mal camino. 

Cuando ví al ángel por primera vez, traté de hablarle, pero no me hizo caso por su tarea de recopilación. A poco su necesidad abrió el diálogo:

─ Necesito cáñamo, una aguja y un poco de pegamento ─ me dijo una mañana. 

Día tras día fui llevando lo que aquella criatura me solicitaba. Pasaba largas horas con el amanuense celestial, hablando bojedades y oyéndole cantar en idiomas raros y con voz grave. Un día hasta me confió que los ángeles beben vino de uva con rocío, y se alimentan de hojas de regaliz y de los pichones que roban de los nidos de golondrinas, gaviotas o torcasas. Otro me invitó a beber de una pequeña bota española en la que guardaba aquella mezcla de agua con moscatel.

La mañana que las alas estuvieron listas me dijo que emprendería el vuelo. Yo le desee buena suerte, nos abrazamos, como despedida y brindamos, otra vez. Yo, en correspondencia le invité unas fumaditas de mi cigarro especial. Y fumamos con fruición. Luego me dijo que, en secreto, había estado preparando para mí otro par de alas, y me las mostró. Ante mi argumento de que yo no sabía usarlas, él me dijo cómo hacerlo, cómo aletear bajo la lluvia o con fuertes vientos; me explicó, con sabiduría de navegante celeste, cómo sortear la nieve, o la forma de planear cuando el sol es rey. 

─ No es tan difícil volar ─ me aseguró el ángel hippie. 

Yo me di por capacitado; juntos nos atamos las alas. Yo me sentía capaz para el prodigio. 
El ángel aquel, sin embargo, estaba nervioso y yo lo notaba; su mirada se perdía en el vacío de la torre, entre la trama de tablones y trabes de fierro que sostienen los sonoros embudos de bronce; temblorosa, su vista añosa vagaba del espacio exterior pasando por el campanario y hasta la techumbre del macizo del templo. Yo lo animé, le hablé al oído, tomándolo de los hombros lo sacudí; le dije que no temiera, que a la cuenta de tres nos lanzaríamos al aire, al vuelo, al cielo.

Él, ya más tranquilo, aceptó mis palabras y juntos, como niños en recreo, riendo, tomados de las manos, su derecha con mi izquierda, con nuestros pies en la cornisa para el impulso, contamos:

─ Uno, dos, tres… y volamos.


FINAL UNO: Pero al ángel le ganaron los nervios, o no sé qué pasó; el caso es que no supo cómo elevarse y cayó al piso del atrio, muriendo en el acto. Yo, en cambio, volé, volé, enceguecido a veces por el sol, otras golpeado por el viento, pero ya no paré, comprobando que, en efecto, no es tan difícil volar.

FINAL DOS: Cruzamos todo el pueblo, por la plaza, por el mercado, hasta el campo abierto, sin pensar en volver jamás, comprobando que, en efecto, volar no es tan difícil.

FINAL TRES: (Escríbalo usted, si se atreve y desea volar con el ángel)

Jaime Gonzáles
México

23 ene 2012

Caballos de Algodón


—¡Corre, Luisito, que nos va a alcanzar! Ha atrapado a la reina, como siempre.

Cuando el padre de Jacinto llegaba a casa, borracho y violento, golpeando a su madre; en su inocencia, Jacinto creía que jugaban. Y salía disparado al monte a esconderse para que el monstruo, como llamaba a su padre, no lo atrapara.
Su corta edad y su mente fantasiosa le hacían hablar con su hermanito que aún no nacía. Lo llamaba Luisito. Adondequiera que Jacinto iba, Luisito estaba ahí.

Las rosas blancas lo veían correr por en medio de ellas, interrumpiendo el descanso de las mariposas que venían a posarse sobre sus pétalos.
Sus pequeños pies descalzos corrían por el extenso campo cubierto de pasto verde y fresco. Todo el aire estaba impregnado de la fragancia de las flores del campo, y de la hierba, que permanecía verde todos los días del año.
Aquí, las montañas se abrazaban una a la otra, formando un círculo rocoso; como si estuviesen guarneciendo un precioso diamante.
Y a la distancia, se extendía, ancha, azul y profunda, la augusta laguna; en donde hacían su hogar las aves acuáticas.
El paisaje era hermoso, paradisíaco, casi mágico. La majestuosidad y la belleza estaban presentes en cada flor, en cada insecto; en el aire, en el agua… Todo el lugar merecía no ser pisado; sólo visto desde lejos.
Pero entre tanto encanto y hermosura, un feroz demonio asomaba la cabeza: Ramón, el padre de Jacinto. Inmerso en la más penosa ignorancia, tosquedad y crueldad, era semejante a una bestia digna de temor.
Juana, su esposa, y el niño Jacinto eran quienes padecían terriblemente el salvajismo de Ramón.
Pero Juana no era precisamente la mujer buena, sumisa y abnegada. Era, más bien, una mujer sin voluntad, frustrada, amargada, pusilánime y estúpida; inestable en sus emociones; dependiente siempre de su cruel marido; a quien decía amarlo tanto como lo odiaba.
Era, evidentemente, una unión dañina y enfermiza, en la que el niño sufría los estragos de una errónea decisión.
Jacinto, en cambio, era un niño tierno e inocente. Vivía en un mundo fantástico de risas y juegos. (Mundo quizá producido por el trauma o por alguna enfermedad mental). Parecía lúcido, pero a la vez rayaba en la demencia.
Con sus pies siempre descalzos, y su cara sucia, recorría la pradera, cortando florecillas para la reina; como llamaba a su madre. Su figura débil y su mal aspecto dejaban ver la ausencia del cariño materno.

El monstruo estaba en la casa, golpeando brutalmente a la reina. Ella solo apretaba los dientes, de rabia, tragándose el coraje y el dolor; mientras la criatura se movía en su vientre.

—¡Dame de comer! —Vociferó el monstruo.

Tan rápido como pudo, Juana se levantó del suelo, con el rostro lleno de cardenales y la nariz reventada.

—Siéntate. Ahora te sirvo. —Temerosa y sollozante le respondió.

Un viento fresco y suave recorría el campo; pero esta casa era devorada por el fuego del odio y la maldad. El silencio y la tranquilidad del monte huían, temerosos, del torbellino de pasiones que se alzaba.

Y la historia se repetía casi todos los días: Ramón llegaba violento a la casa; golpeaba a Juana, y Jacinto corría al monte, su refugio más seguro.

Una tarde, después de una salvaje golpiza, llegó Jacinto a la casa con unas hermosas rosas blancas en la mano. Y encontrando a su madre, llorando, cosiendo los pantalones de Ramón, le dijo:

—¡He traído unas rosas muy bonitas para la reina!

Juana permaneció indiferente, como siempre lo hacía.

—¿Se ha ido el monstruo? —Prosiguió el niño.

—¡No me molestes, Jacinto! Estoy ocupada.

El niño dejó las rosas sobre la mesa; y sentándose en el piso, fijó sus ojos sobre su madre.

Aunque Jacinto concebía todos estos sucesos como un juego, hasta donde su escasa lucidez se lo permitía, él sabía que en este juego había un villano; y que ese villano era su padre; de quien nunca recibió una caricia, una palabra de amor, ningún pequeño gesto de simpatía, a lo menos.
Y de su madre, ¿qué se podía esperar?, si estaba tan enferma como su padre. Porque, ¿quién ha de soportar semejante maltrato y humillación, si no está enfermo de desamor, estupidez y mediocridad?
Ante esto, no sé qué era más condenante: si la crueldad de Ramón o la estupidez de Juana.

El niño continuaba con los ojos puestos sobre su madre, como si su entendimiento se esclareciera y quisiera decirle mil cosas. Pero permanecía callado, en silencio; obedeciendo estrictamente el mandato de no molestar.
Juana, atareada y presurosa con su labor, se pinchaba constantemente con la aguja, y se chupaba el pulgar.

—¡Cállate, Luisito! Por ahora no me puedes hablar, ¿no sabes que interrumpes a la reina? —Rompió el silencio Jacinto.

—¡Te he dicho que tu hermano no ha nacido para que hables con él!

—Pero él habla conmigo. Y me ha dicho que no quiere estar aquí. Quiere irse lejos, muy lejos, en donde el monstruo no nos pueda alcanzar. Ayer me dijo que…

—¡Ya basta! ¡No hables más mentiras!

Enfurecida y fastidiada, Juana alzó su mano para golpear a su hijo; pero una silueta diabólica, en la puerta, la palideció… ¡El monstruo había regresado!
Perdido en la ebriedad, entró con tan espantosa bestialidad que sujetó al niño de los cabellos.

—¡Vete, Luisito! ¡Escóndete…!

Fueron las últimas palabras que salieron de su boca, antes de que su maldito padre lo azotara contra la pared continuas veces.
Después que dejó al niño en la inconsciencia, Juana fue su siguiente blanco.
El aire fresco y suave de la tarde no se sintió; la melodía de la golondrina cesó; y las rosas no quisieron más perfumar la tarde. Todas las criaturas del campo se sumergieron en una honda indignación.
La noche se dejó caer con su interminable negrura. Y a lo lejos, un búho hendía el silencio con su trágico ulular.

El alcohol embrutecía cada vez más a Ramón; y añadido a esto su ínsita crueldad, lo convertían en un verdadero ser demoníaco; mientras que Jacinto se perdía en las entrañas de la demencia. Pero en medio de su insania, clamaba a grandes voces por ayuda.

Un día de tantos, salió el niño al campo como solía hacerlo. Y, llegando a aquel árbol en donde se escondía, se tendió sobre la hierba fresca.

—Estoy cansado, Luisito. —Suspiró— ¿Y tú?

El día era hermoso. Un sol radiante alumbraba en todo su esplendor; y el azul del cielo era tan claro que lastimaba la visión.
A la distancia, una figura corría a toda prisa por en medio de aquellas rosas blancas. Su aspecto era como de un niño, un niño desconocido.

—¡Mira, Luisito, alguien se acerca!

Sorprendido por aquel extraño que se acercaba, presuroso, a la sombra del árbol, se incorporó.
Respirando anhelosamente, llegó este extraño niño; y clavó sus ojos en los ojos de Jacinto.

—¿Quién eres tú? —Le preguntó Jacinto con cierto temor.

Mas no recibió respuesta. Y volvió a preguntar:

—¿El monstruo te ha perseguido?

El niño asintió con la cabeza.

—No tengas miedo. El monstruo no podrá atraparte en este lugar.

Y, sentándose ambos en la hierba, Jacinto le preguntó:

—¿Cómo te llamas?
El niño sólo sonrió con un dejo de malicia.

—¿En dónde vives?

—En la pradera —Contestó, al fin—. Vivo en la pradera. El monstruo me encontró en el monte, y me persiguió; por eso he venido a este lugar.

—El monstruo también me persigue a mí y a Luisito. A la reina siempre la atrapa porque la casita de Luisito se hace más grande, y no puede correr. Pero algún día nos iremos muy lejos. ¿Verdad, Luisito?

— ¿Y a dónde irán?

—A un lugar lejano, tan lejano que el monstruo jamás nos alcanzará.

—¿Nunca regresarán?

—No.

Entonces, levantándose el extraño, le dijo a Jacinto:

—Yo puedo llevarlos a un lugar muy lejano donde el monstruo jamás los encontrará.

Al escuchar estas palabras, un brillo inusitado se dejó ver en los ojos de Jacinto.

— ¿Y cómo nos llevarás a ese lugar muy lejano?

—¡En los caballos de algodón!

—¿Caballos de algodón? ¿Y dónde están los caballos de algodón? —Preguntó el niño, con gran asombro.

—Alza tus ojos y los verás.

Y deteniendo Jacinto su mirada en el cielo, le dijo:

—Yo no veo ningún caballo de algodón por ningún lado.

—No han llegado aún; pero vendrán más tarde. Cuando los veas, corre rápido tras ellos para que no te dejen.

Inesperadamente, el niño con quien hablaba Jacinto, desapareció ante sus ojos.

Quizá fue real. Quizá fue una ilusión de su mente delirante. Pero lo cierto era que la idea de escapar en los caballos de algodón, lo había cautivado.

Llegó la tarde, y con ella el viento suave y apacible. Quieta y sosegadamente, lo animales del campo escuchaban el silbido del viento que jugaba con sus orejas.
Pero el viento no era el único actor en escena. Las avecillas, por su parte, llenaban de música y alegría —aunque también de melancolía— todo el monte.
Las rosas, sin lugar a dudas, eran las protagonistas de la tarde; pues su encantadora fragancia se hacía más penetrante en las horas vespertinas.
Era un deleite contemplar cada atardecer; cómo el sol agonizaba en la lejanía; cómo el cielo se vestía de rojo como si ardiera; cómo las mariposas, en un desfile de mil colores, se iban con el viento a su reposo.
Esta tarde, en particular, no era menos fantástica que las anteriores. Pero, bajo las alas de la fantasía, una inquietante tristeza, discreta, se escondía.

Entre el silbido del viento y el cantar de las aves, antes de que el cielo se tiñera de rojo, una tierna vocecilla se escuchaba.

—¡Ha llegado el momento de ir por la reina, Luisito! Ya es tarde. Los caballos de algodón se están preparando para venir por nosotros.

Gozoso, emanando júbilo; tropezando de vez en cuando, iba corriendo Jacinto, deseoso de llegar a casa. Embriagado por el aroma de las flores, corría velozmente por la pradera.
Parecía que la pradera se extendía más a cada paso suyo. Pero al fin llegó a casa.
La puerta estaba cerrada; las ventanas, también. Era extraño.
Una ronca respiración se escuchó adentro. El niño empujó suavemente la puerta. Asomó la cabeza.
Sus ojos se detuvieron justo ahí: en la figura cadavérica de su madre, que yacía en el suelo con el vientre abierto a la mitad; y el pequeño Luisito descansaba en las entrañas de su madre, inerte.
La bestia que les había arrancado la vida, estaba allí, con el cuchillo aún en la mano; con esa mirada siniestra que es común en los que están poseídos por el mal.

Como azotado con un látigo, salió huyendo Jacinto, despavorido; pues, esta vez, su demencia no pudo disfrazarle la horripilante realidad.

Dejando tras sí aquella espantosa escena, se adentró en el monte.
Las liebres, asustadas, se daban prisa a esconderse en sus madrigueras, ante los pasos del niño.
Exhausto y jadeante se derrumbó sobre la hierba. Cerró sus ojos. Su corazón latía con violencia.

—Luisito, el monstruo se está devorando a la reina. Y ella está allí, acostadita en el suelo, sin moverse. ¡Pobrecita!

La fantasía era consumida por la tragedia, y la tragedia se convertía en muerte. Todo el encanto se había esfumado en instantes, mientras que un espíritu funesto se extendía de extremo a extremo. La tarde ya estaba avanzada.

Abriendo sus ojos, Jacinto se encontró con la inmensidad del cielo.
Allá arriba, el viento soplaba fuerte, jugando con las nubes a su antojo, formando hermosos caballos de algodón.

—¡Han llegado los caballos de algodón! —Exclamó a gran voz— ¡Levántate, Luisito! ¡Corre, date prisa o nos dejarán!

El viento empujaba con fuerza a las nubes, figurando que los caballos de algodón galopaban, realmente, en las alturas.
En su delirio, Jacinto oía relinchar a aquellos caballos, a los que con desenfrenada pasión y ansiedad perseguía.

—¡Vamos! ¡Corre, corre!

Por en medio del anchuroso campo, los pies descalzos del niño corrían con todas sus fuerzas; y su mirada la mantenía fija en el cielo.
Babeaba mientras corría. Sudaba en abundancia; pero el aire fresco le secaba el sudor. Se detenía por ratos para respirar. Caía, y se levantaba, volviendo a su carrera frenética.
Pero todas sus fuerzas fueron en vano: los caballos de algodón se perdieron en el inalcanzable horizonte.
Desilusionado, y con lagrimillas en los ojos, bajó su mirada.
Pero una nueva imagen llevó cautivos todos sus sentidos a una inmensa enajenación.
La vio allí, ancha, azul y profunda… Estaba frente a la laguna.
Jamás sus pasos lo habían llevado hasta ese lugar. No sabía, siquiera, qué era aquello que absorto contemplaba.
Patos y garzas felizmente convivían, ajenos a la desgracia que se suscitaba.
Pasmado de asombro, miraba una y otra vez la cautivante laguna. Su curiosidad lo animó a acercarse; aunque con temor.
Lentamente llegó a la orilla; y el agua tibia mojó sus pies. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro, como si acabara de hacer una travesura.
Se sentó en una piedra para ver a los pececillos que se acercaron a saludarlo. Pero algo en el agua atrapó poderosamente su atención: la figura de los caballos de algodón, que se movían con las ondas.

—¡Luisito, los caballos de algodón han bajado por nosotros! ¡Corre, antes de que se vuelvan a ir!

Dominado por ese fervor de la locura, envuelto en su frenesí, se arrojó al agua tras su gran anhelo.
Las garzas lo miraban con recelo, como advirtiéndole el gran peligro de las aguas. Pero una mente enferma no entiende tales cosas.

Antes de que se hundiera en la profundidad, pudo decir:

—Luisito, al fin nos iremos a un lugar lejano, muy lejano, en donde el monstruo jamás nos alcanzará.

Pronto llegó la noche, y el monte se cubrió de tinieblas. Pero Jacinto había emprendido ya su viaje eterno con los caballos de algodón.

Ilde
México

Romance de la Niña Inocente




No me la mostréis vestida 
que yo la miré desnuda.
Su propia piel la ceñía
viste a su propia hermosura.
Y era de armiño su cuello
que en red de venas se azula.
Y era el sostén de sus senos
su sola forma alta y dura.
Y para el seno por joyas
los corales de sus puntas.
Y el banco raso del torso
bajando hasta la negrura
del terciopelo que al sexo
a un tiempo exhibe y oculta.
Y eran sus piernas de seda.
Y eran sus plantas menudas.
-Tan menudas que en mi mano
cupieron una por una-.
Zapatos de Cenicienta,
cómo brillaban sus uñas.

No me la mostréis vestida
que yo la tuve desnuda.

Alberto Ángel Montoya
Colombia

15 ene 2012

Nuestra Visión del Mundo


Creamos aquello en lo que creemos. Pero creer es una expresión subjetiva, del carácter de un sujeto que se va esculpiendo a sí mismo, a imagen y semejanza de lo que cree.

Este creer se recrea interiormente. Al concebir el mundo nos concebimos, a nosotros mismos! Y ésta puede ser a la vez una maravillosa oportunidad o una catastrófica condición. Depende sólo de nosotros. No es lo que nos hagan, ni lo que nos pase. Es lo que hacemos con lo que nos pasa o nos hacen.


Nos pueden suceder cosas que nos lleven a convertir la vida en acumulación de sucesos, pero le podemos suceder a los eventos y convertir la vida en procesos entretejidos, sencillos y llenos de sentido, porque son procesos vivos.

Estar vivos, en términos humanos, significa encender el fuego del corazón y, en un proceso continuo de transmutación, ascenderá a orbitales cada vez mas incluyentes de la consciencia. A una escala humana, la consciencia es la clave de nuestras creencias y creaciones, de nuestra pobreza o grandeza de espíritu, de nuestras relaciones con nosotros mismos y la naturaleza.

Si el alma es el intérprete de la música del espíritu, el carácter es su instrumento, cuyo temple depende de tres estrategias: control, que nos permite acceder a la confianza; compromiso que nos da la oportunidad de disfrutar la vida en presente, y desafío, que nos lleva a vivir originalmente. Así afinamos el instrumento para dar la única nota correcta en la sinfonía de la vida; nuestra propia nota.

El control no es controlarse en el sentido de reprimirse, pues paradójicamente cuando más tratarnos de controlarnos más cerca estamos de la pérdida del control. No es una lucha contra el viento y la corriente de la vida: es el arte de mantener la dirección desde el timón. El timón, que orienta las velas del barco de la vida para guiarlo en la correcta dirección, es nuestra visión del mundo.


Todo cuanto vemos, todo cuanto concebirnos y hacemos, está enmarcado en una visión del mundo, que determina el cómo vernos las cosas y cómo nos vernos a nosotros. Estas imágenes son la materia prima del mundo en que vivimos, pues en realidad el universo humano es más una creación interior, que un cosmos de objetos externos y ajenos, cuya acción se soporta o se sufre.

Despertar es literalmente abrir los ojos a nuestra manera de ver las cosas, pues esa manera determina cómo las vivimos. Y más importante que vivir en sí, lo cual podría simplemente llevarnos a sobrevivir, es cómo vivimos, Cómo se vive, así es la calidad de la vida, su colorido, aquello que hace que vivir tenga sentido. El sentido, es también presente, permite comprender las lecciones del pasado y restaura la esperanza, que es confianza en el porvenir.

14 ene 2012

Como Captar la Energía de los Árboles




Cuando caminamos entre los árboles en un parque o un bosque, podemos llegar a sentir la energía que desprenden. Los celtas creían que cada árbol poseía un espíritu sabio y que sus rostros podían verse en la corteza de sus troncos y sus voces escucharse en el sonido de las hojas moviéndose con el viento.

Los árboles nos ayudan a establecer contacto con el poder de la naturaleza, nos dan herramientas para sanarnos, relajarnos, fortalecernos, cargarnos de energía vital y son portadores de los mensajes de la madre Tierra.

Existen cada vez más personas que han comprobado los beneficios de abrazar los árboles. Al revés que con las personas que al abrazarlas podemos notar pérdidas de energía debido a factores emocionales, con un árbol siempre notaremos que nos carga, nunca que nos descarga.

No olvidemos que todo ser vivo es energía, y al igual que nosotros, los árboles tienen la suya propia, muchas veces entramos en sintonía y sentimos como fluye expresando nuestra sensación de bienestar, tranquilidad, serenidad, etc. Desde aquí queremos compartir la energía que te aporta cada árbol en concreto, porque cada uno tiene una característica, determinada por su especie, velocidad de crecimiento, entorno.

¿Cómo Captar la Energía de los Árboles?



La energía que emanan los árboles, al igual que la nuestra, es invisible al ojo físico, es lo que llamamos el aura, muy perceptible sensitivamente.

El árbol al igual que las personas está emitiendo vibraciones energéticas constantemente y son perfectamente asimilables por el ser humano, se pueden absorber y podemos beneficiarnos de sus efectos.

Existen dos formas fundamentales de captarla:

A través de la emanación áurica del árbol

Su extensión es más o menos grande según las características de cada árbol y su situación ambiental. Bastará penetrar en su radio de acción. Este tipo de energía se absorbe con el simple hecho de pasear por un bosque, conscientemente podemos aumentar su captación regulando nuestra respiración a un ritmo tranquilo y algo profundo.

En la práctica, esto es lo podemos hacer:

- Camina entre los árboles y escoge alguno que te llame la atención.

- Acércate a él, obsérvalo y capta su energía, no trates de analizarlo mentalmente o de establecer un vínculo emocional. Sólo nota su tono vibratorio.

- Tócalo al mismo tiempo que cierras los ojos, con tu mano izquierda. Reconoce su fuerza y su influencia en el entorno. Observa si es un árbol solitario o un pastor de árboles que tiene influencia sobre el resto. Capta si su energía es curativa, o si es protectora y amorosa, o si es sabia, o si es imponente en todo ese territorio o de cualquier otro tipo. Acepta esa energía sin más y pregúntate si deseas recargarte a ti mismo con esa fuerza.

- Establece contacto con la energía del árbol mediante tu corazón energético. Vacía tu ruido interno, fluye en el amor y escucha al árbol. Capta su espíritu. Preséntate con tu nombre y entra en un espacio donde la comunicación es energética y no sonora. Puedes pedir consejo sobre cualquier situación que necesites, cargarte de energía, relajarte o aceptar su sabiduría.

- Escuchala en tu corazón, da las gracias, levántate y despídete poniendo tu mano derecha sobre su tronco.

En contacto directo con el árbol.

Utilizando las manos: A través de ellas podemos realizar una captación más consciente, son una zona muy sensible a la emisión y captación vibratoria ya que en la palma existen varios puntos de entrada y salida de energía. La posición más conveniente es la de seguir las grietas o fisuras de la corteza en el sentido que las presenta el árbol.

Utilizando la espalda: La parte central de la espalda, recorriendo la columna vertebral, se encuentra el canal energético principal del cuerpo. Apoyando esta zona en el tronco del árbol absorberemos la energía que emana.

Desde la antigüedad ya se sabe que cada árbol alberga un espíritu que le confiere una fuerza determinada, una energía que le da un poder genuino y exclusivo, según a la clase que pertenezca.

En ocasiones podemos buscar la fuerza del árbol para mitigar el dolor de una enfermedad, para superar las preocupaciones o simplemente para conseguir alcanzar nuestro propio equilibrio. Este intercambio energético no afecta negativamente al árbol, ya que este las transmite a la Madre Tierra y esta las transmuta completamente.

En las técnicas orientales, como el chi-kung, hay una postura que se llama “abrazar el árbol”. Esta posición estática alinea todos los huesos del modo más eficaz posible.

Buddha se iluminó bajo una higuera. Jesús estuvo en el monte de los olivos. A los cátaros les gustaban las acacias. Los Druidas preferían la fuerza masculina del roble para usar su sabiduría. Los jóvenes enamorados buscaban el tilo para confiar sus intimidades amorosas porque representaba el vigor de Venus. De cualquier modo existen diferentes clases de árboles y es un ejercicio interesante conocer las diferentes energías que fluyen a través de ellos. Una buena forma de hacerlo es abrazándolos al mismo tiempo que nos hacemos uno con él.

Cualidades Energéticas de Algunos Árboles


La Encina y el alcornoque. La encina y el alcornoque son primos hermanos de la misma especie, son los árboles de la potencia, su aspecto firme y algo áspero nos muestran un carácter firme y seguro.

Son árboles robustos, fuertes y protectores con grandes cualidades energéticas. Buenos amigos a los que acudir cuando se está en baja forma física o en situaciones de bajo estado de ánimo, ansiedad o inseguridad ya que su energía nos ayuda a transformarlos en actitudes más positivas y seguras.

Por ello te proponemos que te acerque a un buen ejemplar, lo abarques con tus brazos, te fundas con él y luego te relajes sentado a sus pies y dejes fluir su fuerza.

El olivo. La energía del olivo es altamente beneficiosa. Al acercarse a un buen ejemplar notarás una sensación de paz y serenidad. El olivo es sabio, viejo y amigable y brinda al que se le acerca un apoyo incondicional.

Al sentarnos y recostarnos en su tronco su contenido energético ira traspasándose lentamente a su cuerpo, este incide en seis de los centros vitales más importantes que posee el ser humano, estos centros son los principales reguladores y alimentadores de toda nuestra estructura energética, pero donde posiblemente notará más su efecto es en el 4º de ellos, situado a la altura del pecho, sintiendo la necesidad de respirar profundamente y proporcionándole una sensación de bienestar.

El olivo alimenta los circuitos mentales, permitiendo que estos se equilibren y recuperen un ritmo natural.

Fuente: http://www.mundonuevo.cl/blog/articulos/como-captar-energia-de-los-arboles/

El Árbol del Amor


...He oído contar la historia
 de un antiguo y majestuoso árbol,
cuyas ramas se extendían hacia el
 cielo.



Al llegar la estación de
las flores,
mariposas de todas las formas,
 tamaños y colores,
 bailaban a su alrededor.
Las aves de países lejanos
 se le acercaban y cantaban
 cuando florecía y daba frutos.

 Las ramas,
como manos extendidas,
 bendecían a todos los que acudían a sentarse
 bajo su sombra.
Un niñito solía venir a jugar
junto a él
y el gran árbol se encariñó con el pequeño.


 El amor entre lo grande y lo pequeño
es posible,
si el grande no es consciente de su grandeza.
 El árbol no sabía que era grande,
sólo el hombre es consciente de eso.
 La prioridad de lo grande siempre es el ego,
pero para el amor
 nadie es grande o pequeño.

El amor abraza a quienquiera que se le acerque. Así, el árbol comenzó a sentir amor hacia
  ese pequeño que solía ir
 a jugar cerca de él.
Sus ramas eran altas,
pero las inclinaba hacia el niño,
 de modo que pudiera recoger
 sus flores y sus frutos.


El amor siempre cede;
el ego nunca esta dispuesto a inclinarse.
Si te acercas al ego, sus
 ramas se estirarán aún más hacia lo alto;
se pondrá rígido
 para que no puedas alcanzarlo.
  

12 ene 2012

Oh Man!







Brent Mydland of the Grateful Dead is joined by his daughter Jessica at Shoreline Amphitheatre in 1990. He sang her “I Will Take You Home”, a song he’d written for her.
A month later he was dead from a drug overdose. //

Brent Mydland de los Grateful Dead es acompañado por su hija Jessica en Shoreline Amphitheatre, en 1990. Él le cantaba "I Will Take You Home", una canción que había escrito para ella. 
Un mes después, estaba muerto de una sobredosis de drogas.

Un video!




7 ene 2012

Paz Interior!

Si puedes empezar el día sin cafeína,
Si puedes estar contento sin dolores ni achaques,
Si puedes evitar quejarte y aburrir a los demás con tus problemas,
Si puedes comer la misma comida día tras día y estar agradecido con eso,
Si puedes entender cuando tus seres amados no tienen tiempo para ti,
Si puedes aceptar la crítica y la culpa sin resentimiento,
Si puedes guantar las tensiones sin necesidad de medicinas,
Si te puedes relajar sin tomar alcohol,
Si puedes dormir sin necesidad de pastillas,


…Entonces probablemente eres el perro de la familia!!!!!!!!!!!!


5 ene 2012

Fragmento del cuento "El cuarto sin ventanas":




(...)- Mi casa.
Era una casa baja, con balcones a los lados, puerta en el medio y terraza arriba. La cerradura debía de estar rota, porque una cadena con candado sujetaba las dos hojas de la puerta. El italiano sacó del bolsillo una llave de un gran tamaño y abrió. Por un zaguán oscuro, de piso de mosaicos, llegamos a un cuarto interior. No podía creer lo que estaba viendo. El cuarto era idéntico al que imagine cuando era chico. Cerca de uno de sus ángulos había una escalera de caracol, de hierro, pintada de marrón y descolorida, con su guarda de agujeritos, a modo de puntilla, debajo del pasamanos, por ahí se iba a la terraza. Preguntó el italiano:
- ¿qué me cuenta señor? El limite del universo, tal cual usted lo soñó.
- Con la diferencia…
Me interrumpió para explicar:
- De los cuatro ángulos de este cuarto, el que está junto a la escalera mira al sur.
- Un detalle que no prueba nada.
- Tal vez. Pero hágame el favor de mirarlo.
- Está bien –dije, y me coloqué frente al ángulo-. ¿Ahora qué hago?
- Sepa, nomás, que está viviendo un momento solemne.
Casi le digo: “Y viendo una telaraña”. Espesa, polvorienta, cubría el ángulo, a una cuarta del piso. Comprendí que Brescia hubiera interpretado mi observación como una burla y procuré discutir en serio.
- Que el cuarto se parece al que imaginé, la pura verdad, pero que estoy viendo el límite del mundo…
- Del mundo no, mi estimado amigo.
- Ya me parecía –dije.
Brescia continuó:
- Del universo, del universo. La caja grande, con el juego completo. La totalidad de sistemas solares, de astros y de estrellas.
- Con la salvedad –insistí- que del otro lado siguen los cuartos y las casas.
- Haga el favor de molestarse a la azotea.
(…) La escalera llevaba a una garita muy angosta de madera reseca, pintada de gris. Abrimos la puerta, salimos a la terraza. Era de baldosas coloradas rodeada por lo que parecía una franja blanca: (…) Había tres terrazas más. Dos en frente, una a la derecha. Todas eran idénticas y estaban rodeadas de idénticas franjas blancas.
(…) En cada terraza había una (garita), de modo que las cuatro rodeaban el ángulo que miraba al sur y que, según Brescia, era el vértice del universo. Como quien hace una concesión, comenté:
- Desde luego, este ángulo es el vértice de las cuatro terrazas.
- ¿Está queriendo decir que sólo es eso? –preguntó, y me urgió en seguida: -Hágame el favor de bajar por cualquiera de las otras escaleras.
(…) Muy nervioso, en puntas de pie, tratando de no meter ruido y de ver si en la penumbra había alguien, bajé por la escalera que venía a quedar justo en frente del ángulo que miraba al sur. Me encontré en un cuarto idéntico al de un rato antes, con una particularidad que me extraño: como si el cuarto se hubiera dado vuelta mientras yo bajaba, el ángulo, que ahora estaba viendo el lado opuesto, miraba como el del otro cuarto, hacia el sur. Había un detalle más increíble todavía: cerca del piso, un telaraña igual.(…) Creo que por unos minutos perdí la cabeza y corrí escaleras arriba, a lo mejor con el propósito de sorprender el fraude. Me introduje en una garita, estruendosamente bajé por otra escalera y de nuevo me encontre en el mismo cuarto, con el mismo ángulo mirando al sur, con la misma telaraña cerca del piso. De nuevo corrí hacia arriba y bajé por la escalera que me faltaba. Encontré todo igual, incluso la telaraña.(..)