24 ene 2012

El Vuelo del Ángel





Desde el día que el padre Juan quita el candado y la cadena de la puerta del campanario para que yo suba y me arroje, he estado tratando con un ángel, a escondidas de todos y sin que a nadie le cuente.

Un día lo descubrí en la torre. Él, a gatas, lloroso y humano, juntaba plumas, de las más largas, las más resistentes, para recomponer las propias. Era un muchacho medio de estatura, casi de mi edad; de barba incipiente, huellas de acné, huaraches de hippie y pelo desordenado; vestía pantalón mezclilla, viejo y lleno de hoyos, que lo hacían aparecer como alguien como yo, pero ángel, por las alas. 

Pensé decírselo al padre Juan o a mi madre, coludidos ambos en mi regeneración, pero desistí, pues seguro pensarían que había yo vuelto a lo que ellos llaman el mal camino. 

Cuando ví al ángel por primera vez, traté de hablarle, pero no me hizo caso por su tarea de recopilación. A poco su necesidad abrió el diálogo:

─ Necesito cáñamo, una aguja y un poco de pegamento ─ me dijo una mañana. 

Día tras día fui llevando lo que aquella criatura me solicitaba. Pasaba largas horas con el amanuense celestial, hablando bojedades y oyéndole cantar en idiomas raros y con voz grave. Un día hasta me confió que los ángeles beben vino de uva con rocío, y se alimentan de hojas de regaliz y de los pichones que roban de los nidos de golondrinas, gaviotas o torcasas. Otro me invitó a beber de una pequeña bota española en la que guardaba aquella mezcla de agua con moscatel.

La mañana que las alas estuvieron listas me dijo que emprendería el vuelo. Yo le desee buena suerte, nos abrazamos, como despedida y brindamos, otra vez. Yo, en correspondencia le invité unas fumaditas de mi cigarro especial. Y fumamos con fruición. Luego me dijo que, en secreto, había estado preparando para mí otro par de alas, y me las mostró. Ante mi argumento de que yo no sabía usarlas, él me dijo cómo hacerlo, cómo aletear bajo la lluvia o con fuertes vientos; me explicó, con sabiduría de navegante celeste, cómo sortear la nieve, o la forma de planear cuando el sol es rey. 

─ No es tan difícil volar ─ me aseguró el ángel hippie. 

Yo me di por capacitado; juntos nos atamos las alas. Yo me sentía capaz para el prodigio. 
El ángel aquel, sin embargo, estaba nervioso y yo lo notaba; su mirada se perdía en el vacío de la torre, entre la trama de tablones y trabes de fierro que sostienen los sonoros embudos de bronce; temblorosa, su vista añosa vagaba del espacio exterior pasando por el campanario y hasta la techumbre del macizo del templo. Yo lo animé, le hablé al oído, tomándolo de los hombros lo sacudí; le dije que no temiera, que a la cuenta de tres nos lanzaríamos al aire, al vuelo, al cielo.

Él, ya más tranquilo, aceptó mis palabras y juntos, como niños en recreo, riendo, tomados de las manos, su derecha con mi izquierda, con nuestros pies en la cornisa para el impulso, contamos:

─ Uno, dos, tres… y volamos.


FINAL UNO: Pero al ángel le ganaron los nervios, o no sé qué pasó; el caso es que no supo cómo elevarse y cayó al piso del atrio, muriendo en el acto. Yo, en cambio, volé, volé, enceguecido a veces por el sol, otras golpeado por el viento, pero ya no paré, comprobando que, en efecto, no es tan difícil volar.

FINAL DOS: Cruzamos todo el pueblo, por la plaza, por el mercado, hasta el campo abierto, sin pensar en volver jamás, comprobando que, en efecto, volar no es tan difícil.

FINAL TRES: (Escríbalo usted, si se atreve y desea volar con el ángel)

Jaime Gonzáles
México

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