23 ene 2012

Caballos de Algodón


—¡Corre, Luisito, que nos va a alcanzar! Ha atrapado a la reina, como siempre.

Cuando el padre de Jacinto llegaba a casa, borracho y violento, golpeando a su madre; en su inocencia, Jacinto creía que jugaban. Y salía disparado al monte a esconderse para que el monstruo, como llamaba a su padre, no lo atrapara.
Su corta edad y su mente fantasiosa le hacían hablar con su hermanito que aún no nacía. Lo llamaba Luisito. Adondequiera que Jacinto iba, Luisito estaba ahí.

Las rosas blancas lo veían correr por en medio de ellas, interrumpiendo el descanso de las mariposas que venían a posarse sobre sus pétalos.
Sus pequeños pies descalzos corrían por el extenso campo cubierto de pasto verde y fresco. Todo el aire estaba impregnado de la fragancia de las flores del campo, y de la hierba, que permanecía verde todos los días del año.
Aquí, las montañas se abrazaban una a la otra, formando un círculo rocoso; como si estuviesen guarneciendo un precioso diamante.
Y a la distancia, se extendía, ancha, azul y profunda, la augusta laguna; en donde hacían su hogar las aves acuáticas.
El paisaje era hermoso, paradisíaco, casi mágico. La majestuosidad y la belleza estaban presentes en cada flor, en cada insecto; en el aire, en el agua… Todo el lugar merecía no ser pisado; sólo visto desde lejos.
Pero entre tanto encanto y hermosura, un feroz demonio asomaba la cabeza: Ramón, el padre de Jacinto. Inmerso en la más penosa ignorancia, tosquedad y crueldad, era semejante a una bestia digna de temor.
Juana, su esposa, y el niño Jacinto eran quienes padecían terriblemente el salvajismo de Ramón.
Pero Juana no era precisamente la mujer buena, sumisa y abnegada. Era, más bien, una mujer sin voluntad, frustrada, amargada, pusilánime y estúpida; inestable en sus emociones; dependiente siempre de su cruel marido; a quien decía amarlo tanto como lo odiaba.
Era, evidentemente, una unión dañina y enfermiza, en la que el niño sufría los estragos de una errónea decisión.
Jacinto, en cambio, era un niño tierno e inocente. Vivía en un mundo fantástico de risas y juegos. (Mundo quizá producido por el trauma o por alguna enfermedad mental). Parecía lúcido, pero a la vez rayaba en la demencia.
Con sus pies siempre descalzos, y su cara sucia, recorría la pradera, cortando florecillas para la reina; como llamaba a su madre. Su figura débil y su mal aspecto dejaban ver la ausencia del cariño materno.

El monstruo estaba en la casa, golpeando brutalmente a la reina. Ella solo apretaba los dientes, de rabia, tragándose el coraje y el dolor; mientras la criatura se movía en su vientre.

—¡Dame de comer! —Vociferó el monstruo.

Tan rápido como pudo, Juana se levantó del suelo, con el rostro lleno de cardenales y la nariz reventada.

—Siéntate. Ahora te sirvo. —Temerosa y sollozante le respondió.

Un viento fresco y suave recorría el campo; pero esta casa era devorada por el fuego del odio y la maldad. El silencio y la tranquilidad del monte huían, temerosos, del torbellino de pasiones que se alzaba.

Y la historia se repetía casi todos los días: Ramón llegaba violento a la casa; golpeaba a Juana, y Jacinto corría al monte, su refugio más seguro.

Una tarde, después de una salvaje golpiza, llegó Jacinto a la casa con unas hermosas rosas blancas en la mano. Y encontrando a su madre, llorando, cosiendo los pantalones de Ramón, le dijo:

—¡He traído unas rosas muy bonitas para la reina!

Juana permaneció indiferente, como siempre lo hacía.

—¿Se ha ido el monstruo? —Prosiguió el niño.

—¡No me molestes, Jacinto! Estoy ocupada.

El niño dejó las rosas sobre la mesa; y sentándose en el piso, fijó sus ojos sobre su madre.

Aunque Jacinto concebía todos estos sucesos como un juego, hasta donde su escasa lucidez se lo permitía, él sabía que en este juego había un villano; y que ese villano era su padre; de quien nunca recibió una caricia, una palabra de amor, ningún pequeño gesto de simpatía, a lo menos.
Y de su madre, ¿qué se podía esperar?, si estaba tan enferma como su padre. Porque, ¿quién ha de soportar semejante maltrato y humillación, si no está enfermo de desamor, estupidez y mediocridad?
Ante esto, no sé qué era más condenante: si la crueldad de Ramón o la estupidez de Juana.

El niño continuaba con los ojos puestos sobre su madre, como si su entendimiento se esclareciera y quisiera decirle mil cosas. Pero permanecía callado, en silencio; obedeciendo estrictamente el mandato de no molestar.
Juana, atareada y presurosa con su labor, se pinchaba constantemente con la aguja, y se chupaba el pulgar.

—¡Cállate, Luisito! Por ahora no me puedes hablar, ¿no sabes que interrumpes a la reina? —Rompió el silencio Jacinto.

—¡Te he dicho que tu hermano no ha nacido para que hables con él!

—Pero él habla conmigo. Y me ha dicho que no quiere estar aquí. Quiere irse lejos, muy lejos, en donde el monstruo no nos pueda alcanzar. Ayer me dijo que…

—¡Ya basta! ¡No hables más mentiras!

Enfurecida y fastidiada, Juana alzó su mano para golpear a su hijo; pero una silueta diabólica, en la puerta, la palideció… ¡El monstruo había regresado!
Perdido en la ebriedad, entró con tan espantosa bestialidad que sujetó al niño de los cabellos.

—¡Vete, Luisito! ¡Escóndete…!

Fueron las últimas palabras que salieron de su boca, antes de que su maldito padre lo azotara contra la pared continuas veces.
Después que dejó al niño en la inconsciencia, Juana fue su siguiente blanco.
El aire fresco y suave de la tarde no se sintió; la melodía de la golondrina cesó; y las rosas no quisieron más perfumar la tarde. Todas las criaturas del campo se sumergieron en una honda indignación.
La noche se dejó caer con su interminable negrura. Y a lo lejos, un búho hendía el silencio con su trágico ulular.

El alcohol embrutecía cada vez más a Ramón; y añadido a esto su ínsita crueldad, lo convertían en un verdadero ser demoníaco; mientras que Jacinto se perdía en las entrañas de la demencia. Pero en medio de su insania, clamaba a grandes voces por ayuda.

Un día de tantos, salió el niño al campo como solía hacerlo. Y, llegando a aquel árbol en donde se escondía, se tendió sobre la hierba fresca.

—Estoy cansado, Luisito. —Suspiró— ¿Y tú?

El día era hermoso. Un sol radiante alumbraba en todo su esplendor; y el azul del cielo era tan claro que lastimaba la visión.
A la distancia, una figura corría a toda prisa por en medio de aquellas rosas blancas. Su aspecto era como de un niño, un niño desconocido.

—¡Mira, Luisito, alguien se acerca!

Sorprendido por aquel extraño que se acercaba, presuroso, a la sombra del árbol, se incorporó.
Respirando anhelosamente, llegó este extraño niño; y clavó sus ojos en los ojos de Jacinto.

—¿Quién eres tú? —Le preguntó Jacinto con cierto temor.

Mas no recibió respuesta. Y volvió a preguntar:

—¿El monstruo te ha perseguido?

El niño asintió con la cabeza.

—No tengas miedo. El monstruo no podrá atraparte en este lugar.

Y, sentándose ambos en la hierba, Jacinto le preguntó:

—¿Cómo te llamas?
El niño sólo sonrió con un dejo de malicia.

—¿En dónde vives?

—En la pradera —Contestó, al fin—. Vivo en la pradera. El monstruo me encontró en el monte, y me persiguió; por eso he venido a este lugar.

—El monstruo también me persigue a mí y a Luisito. A la reina siempre la atrapa porque la casita de Luisito se hace más grande, y no puede correr. Pero algún día nos iremos muy lejos. ¿Verdad, Luisito?

— ¿Y a dónde irán?

—A un lugar lejano, tan lejano que el monstruo jamás nos alcanzará.

—¿Nunca regresarán?

—No.

Entonces, levantándose el extraño, le dijo a Jacinto:

—Yo puedo llevarlos a un lugar muy lejano donde el monstruo jamás los encontrará.

Al escuchar estas palabras, un brillo inusitado se dejó ver en los ojos de Jacinto.

— ¿Y cómo nos llevarás a ese lugar muy lejano?

—¡En los caballos de algodón!

—¿Caballos de algodón? ¿Y dónde están los caballos de algodón? —Preguntó el niño, con gran asombro.

—Alza tus ojos y los verás.

Y deteniendo Jacinto su mirada en el cielo, le dijo:

—Yo no veo ningún caballo de algodón por ningún lado.

—No han llegado aún; pero vendrán más tarde. Cuando los veas, corre rápido tras ellos para que no te dejen.

Inesperadamente, el niño con quien hablaba Jacinto, desapareció ante sus ojos.

Quizá fue real. Quizá fue una ilusión de su mente delirante. Pero lo cierto era que la idea de escapar en los caballos de algodón, lo había cautivado.

Llegó la tarde, y con ella el viento suave y apacible. Quieta y sosegadamente, lo animales del campo escuchaban el silbido del viento que jugaba con sus orejas.
Pero el viento no era el único actor en escena. Las avecillas, por su parte, llenaban de música y alegría —aunque también de melancolía— todo el monte.
Las rosas, sin lugar a dudas, eran las protagonistas de la tarde; pues su encantadora fragancia se hacía más penetrante en las horas vespertinas.
Era un deleite contemplar cada atardecer; cómo el sol agonizaba en la lejanía; cómo el cielo se vestía de rojo como si ardiera; cómo las mariposas, en un desfile de mil colores, se iban con el viento a su reposo.
Esta tarde, en particular, no era menos fantástica que las anteriores. Pero, bajo las alas de la fantasía, una inquietante tristeza, discreta, se escondía.

Entre el silbido del viento y el cantar de las aves, antes de que el cielo se tiñera de rojo, una tierna vocecilla se escuchaba.

—¡Ha llegado el momento de ir por la reina, Luisito! Ya es tarde. Los caballos de algodón se están preparando para venir por nosotros.

Gozoso, emanando júbilo; tropezando de vez en cuando, iba corriendo Jacinto, deseoso de llegar a casa. Embriagado por el aroma de las flores, corría velozmente por la pradera.
Parecía que la pradera se extendía más a cada paso suyo. Pero al fin llegó a casa.
La puerta estaba cerrada; las ventanas, también. Era extraño.
Una ronca respiración se escuchó adentro. El niño empujó suavemente la puerta. Asomó la cabeza.
Sus ojos se detuvieron justo ahí: en la figura cadavérica de su madre, que yacía en el suelo con el vientre abierto a la mitad; y el pequeño Luisito descansaba en las entrañas de su madre, inerte.
La bestia que les había arrancado la vida, estaba allí, con el cuchillo aún en la mano; con esa mirada siniestra que es común en los que están poseídos por el mal.

Como azotado con un látigo, salió huyendo Jacinto, despavorido; pues, esta vez, su demencia no pudo disfrazarle la horripilante realidad.

Dejando tras sí aquella espantosa escena, se adentró en el monte.
Las liebres, asustadas, se daban prisa a esconderse en sus madrigueras, ante los pasos del niño.
Exhausto y jadeante se derrumbó sobre la hierba. Cerró sus ojos. Su corazón latía con violencia.

—Luisito, el monstruo se está devorando a la reina. Y ella está allí, acostadita en el suelo, sin moverse. ¡Pobrecita!

La fantasía era consumida por la tragedia, y la tragedia se convertía en muerte. Todo el encanto se había esfumado en instantes, mientras que un espíritu funesto se extendía de extremo a extremo. La tarde ya estaba avanzada.

Abriendo sus ojos, Jacinto se encontró con la inmensidad del cielo.
Allá arriba, el viento soplaba fuerte, jugando con las nubes a su antojo, formando hermosos caballos de algodón.

—¡Han llegado los caballos de algodón! —Exclamó a gran voz— ¡Levántate, Luisito! ¡Corre, date prisa o nos dejarán!

El viento empujaba con fuerza a las nubes, figurando que los caballos de algodón galopaban, realmente, en las alturas.
En su delirio, Jacinto oía relinchar a aquellos caballos, a los que con desenfrenada pasión y ansiedad perseguía.

—¡Vamos! ¡Corre, corre!

Por en medio del anchuroso campo, los pies descalzos del niño corrían con todas sus fuerzas; y su mirada la mantenía fija en el cielo.
Babeaba mientras corría. Sudaba en abundancia; pero el aire fresco le secaba el sudor. Se detenía por ratos para respirar. Caía, y se levantaba, volviendo a su carrera frenética.
Pero todas sus fuerzas fueron en vano: los caballos de algodón se perdieron en el inalcanzable horizonte.
Desilusionado, y con lagrimillas en los ojos, bajó su mirada.
Pero una nueva imagen llevó cautivos todos sus sentidos a una inmensa enajenación.
La vio allí, ancha, azul y profunda… Estaba frente a la laguna.
Jamás sus pasos lo habían llevado hasta ese lugar. No sabía, siquiera, qué era aquello que absorto contemplaba.
Patos y garzas felizmente convivían, ajenos a la desgracia que se suscitaba.
Pasmado de asombro, miraba una y otra vez la cautivante laguna. Su curiosidad lo animó a acercarse; aunque con temor.
Lentamente llegó a la orilla; y el agua tibia mojó sus pies. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro, como si acabara de hacer una travesura.
Se sentó en una piedra para ver a los pececillos que se acercaron a saludarlo. Pero algo en el agua atrapó poderosamente su atención: la figura de los caballos de algodón, que se movían con las ondas.

—¡Luisito, los caballos de algodón han bajado por nosotros! ¡Corre, antes de que se vuelvan a ir!

Dominado por ese fervor de la locura, envuelto en su frenesí, se arrojó al agua tras su gran anhelo.
Las garzas lo miraban con recelo, como advirtiéndole el gran peligro de las aguas. Pero una mente enferma no entiende tales cosas.

Antes de que se hundiera en la profundidad, pudo decir:

—Luisito, al fin nos iremos a un lugar lejano, muy lejano, en donde el monstruo jamás nos alcanzará.

Pronto llegó la noche, y el monte se cubrió de tinieblas. Pero Jacinto había emprendido ya su viaje eterno con los caballos de algodón.

Ilde
México

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